LA HUMILDAD CRISTIANA
Para Jesús, la vida del nombre no es una competición, sino una maravillosa aventura, una tarea común: convertir este mundo en un mundo de hermanos. Y ese proyecto resultaba incompatible con la mentalidad que reflejaba el comportamiento de los invitados a aquel banquete. No se puede tratar a un hermano como competidor; no se puede vivir como hermano de los que consideramos adversarios.
Por eso Jesús propone una actitud de verdadera humildad: renunciar al deseo de quedar por encima de todos, dejar de temer que el otro me arrebate ese primer puesto que ya no pretendo y considerar que, en lo que de verdad importa, todos somos iguales y que no hay razón para que nadie busque sobresalir entre los demás.
Pero cuidado: la humildad cristiana no consiste en el des precio de nosotros mismos ni en aceptar las injustas humillaciones a que nos intenten someter otros. Humildad no equivale a sometimiento, de la misma manera que soberbia no equivale a libertad. La humildad cristiana, continuando con la imagen del banquete, quedaría representada en una mesa redonda, en la que no hay, y nadie pretende, lugares de privilegio, mesa alrededor de la cual se sientan los hermanos en un plano de igualdad, porque entre ellos no hay privilegios.
PERO PRIVILEGIADOS... SI QUE HAY
Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos; no sea que te inviten ellos para corresponder y quedes pagado. Al revés, cuando des un banquete, invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos, y dichoso tú entonces, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.
Bueno, sí que hay privilegiados. Como en todas las buenas familias, también hay privilegiados entre los hijos del Padre del cielo, los pequeños: «los pobres, lisiados, cojos y ciegos».
En una familia en la que todos se sienten solidarios, los privilegios se conceden al más pequeño, al más débil, al que no puede valerse por sí mismo. Entre los seguidores de Jesús, el amor se derrama con más generosidad en aquellos que más faltos están de él. Y estos privilegios tienen un objetivo muy concreto: compensar las desigualdades para que sea posible la igualdad.
Estos deben ser los privilegios dentro de la comunidad cristiana: los que saben menos, los que tienen menos títulos, los que tienen menos experiencia, y hasta los que andan escasos de fuerzas para ser fieles a su compromiso.
Y a éstos se debe dirigir, de manera privilegiada, la atención de la Iglesia: a todos los que este mundo (esta sociedad tan mal organizada) ha dejado «pobres, lisiados, cojos y ciegos...», marginados, oprimidos, explotados, parados, mendigos. . Y sin paternalismos. Ofreciéndoles una silla, igual a la de todos, e invitarlos a que se sienten a la mesa con los hermanos. Y así, alcanzar juntos una felicidad que jamás acabará.
Y no olvidemos que «A todo el que se ensalce, lo humillaran, y al que se humille, lo ensalzaran».
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