sábado, 6 de noviembre de 2010

“¡Y él no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos están vivos!”


Hace algunos días me preguntaron, sin muchos preámbulos, cuáles podrían ser las dimensiones fundamentales de una espiritualidad que pudiera responder al mundo de hoy. Una pregunta aparentemente sencilla pero, al mismo tiempo, llena de profundidad. Respondí, rápidamente y sin pensar mucho: «Una espiritualidad que quiera responder a nuestra realidad tiene que tener los ojos bien abiertos ante la vida, para contemplar a Dios creador en medio de nuestra historia, debe recurrir siempre a la luz que ofrece la Palabra de Dios para discernir sus caminos y nos debe lanzar a la construcción de la comunidad cristiana en todos sus niveles».

Las tres dimensiones que aparecieron en esta primera respuesta espontánea, están muy conectadas entre sí y constituyen una unidad dinámica que considero muy cercana a la vida misma de Dios. Una espiritualidad no es otra cosa que una dinámica vital que nos pone en sintonía con Dios y nos hace obrar según el Espíritu de Dios. Por tanto, no es algo gaseoso, abstracto, elevado, desencarnado. Una espiritualidad es un estilo de vida que se puede ver y comprobar en obras muy concretas.

La participación del cristiano en la vida de Dios, que es lo que llamamos espiritualidad, hace que la persona entre en la dinámica vital propia de Dios uno y trino. La dinámica que se establece constantemente entre el Padre creador que se revela en la historia; el Hijo de Dios encarnado en la persona de Jesús; y el Espíritu Santo que sigue actuando en medio de nosotros para impulsarnos a construir una comunidad de amor. San Agustín, decía que Dios ha escrito dos libros; el primero y más importante es el libro de la vida, el libro de la historia que comenzó a escribir en los orígenes de los tiempos y que sigue escribiendo hoy con cada uno de nosotros; pero como fuimos incapaces de leer en este libro sus designios, Dios escribió un segundo libro, sacado del primero; este segundo libro es la Biblia; pero la primera Revelación está en la Historia, en la vida, en los acontecimientos de cada día: tanto en la vida personal, como grupal, comunitaria, social, política, etc...

Esta es la razón por la que la primera dimensión de una espiritualidad hoy es mirar la vida. Allí nos encontramos con lo que Dios quiere de nosotros; allí podemos descubrir lo que Dios está tratando de construir. Se trata de percibir la música de Dios, para cantar y bailar a su ritmo, para dejarnos invadir por su fuerza creadora. Es como entrar a un río y percibir hacia dónde va la corriente y dejarnos llevar por ella.

Esto es lo que Jesús quería comunicar cuando los saduceos, que negaban la resurrección de los muertos, le propusieron esa difícil pregunta sobre cuál de los siete hermanos, que estuvieron casados sucesivamente con una mujer, sería su esposo en la resurrección de los muertos... “El Señor es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. ¡Y él no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos están vivos!”. El Dios en el que creemos, por Jesucristo, es el Dios de la vida, que se revela en los acontecimientos cotidianos que muchas veces despreciamos porque no parecen revelarnos el rostro de Dios. Cuidemos que nuestra espiritualidad no se convierta en una serie de complicadas elucubraciones, que nos distraen de lo verdaderamente importante.

lunes, 1 de noviembre de 2010

La Riqueza y La Pobreza...


Este pasaje responde de algún modo a los grandes temas sobre la riqueza y la pobreza que hemos ido destacando a lo largo de varios domingos, leyendo el evangelio de Lucas.

Antes de llegar a Jerusalén (donde tiene que decir su última palabra sobre el templo), Jesús pasa por Jericó, ciudad rica, la en hoya del Jordán, donde normalmente los peregrinos descansaban el sábado, para subir de madrugada (el primer día de la semana, hoy domingo) hacia Jerusalén, recorriendo casi treinta kilómetros de duro ascenso. Los curiosos del pueblo le esperan, esperando también a los cientos de peregrinos galileos que van a Jerusalén.

Entre los que esperan está Zaqueo, oficial de publicanos (administradores de aduanas), hombre rico, pero quizá pequeño, que se sube a un árbol para verle (o quizá para pasar inadvertido). Pero Jesús le ve y le dice que le invite (se auto-invita). Quiere pasar el día (un largo sábado de fiesta) con ese publicano, antes de iniciar el camino sin vuelta de Jerusalén.

Es evidente que van a criticarle: ¿Qué podrá hacer Jesús con este impuro hombre de dineros? Pero a Jesus no le importan las críticas. Quiere hablar con de persona a persona, un largo día de sábado. Y así empieza este pasaje simbólico, de escalofriante actualidad, todo un programa de vida, dialogando un día con Jesús?

Pero:
¿Qué pasaría si Jesús me dijera: Oye, Andres, invítame a tu casa, que estás en la higuera y yo voy de camino hacia Jerusalén y quiero decirte algo? ¿qué me diría Jesús, qué le diría yo?

¿Qué pasaría si Jesús dijera al Papa: Oye, Benito, invítame a tu higuera del Vaticano, que hace tiempo que no voy por allí, y tenemos que hablar de amores y dineros?

¿Qué pasaría si le dijera al Publicano mayor del Reino, el Señor Zapatero: Oye, José Luis, invítame a tu Moncloa, que quiero que me expliques algunas cosas, y quizá tengo yo algunas que decirte…?

¿Qué pasaría si invitara…? Sigamos soñando personas. Y mientras tanto leamos el texto.